Julio Dagnino
y una guerra permanente que hizo por amor
¿Quiénes son los mejores entre nosotros? Definitivamente, los que están dispuestos a dar la vida por nosotros. Julio era uno de los mejores. Si lo bello, lo bueno y lo verdadero son los horizontes de sentido que marcan a toda persona, en él siempre hubo una afinidad electiva con esos valores. Por ellos se vinculó a amigos entrañables y caminó por la sierra boliviana sostenido por los viejos anhelos de libertad, igualdad y fraternidad por la que lucharon los comuneros franceses y los militantes de todas las causas justas del planeta. Nada le dolió más que el asesinato del Ché. Solo era cuestión de tiempo para que él tuviera un final parecido en aquella cárcel en la que, no obstante todo el ensañamiento posible, no podían evitar que siguiera siendo un hombre libre, mostrando, en carne propia, que así se templó el acero.
Una revuelta social progresista lo libera. Regresa al Perú con una mochila llena de historias del futuro. Acá, todo era difícil y peligroso. Cuando comprendió, mucho antes que otros, que somos lo que la educación hace de nosotros, fiel a sus principios se dedicó a innovarla en nuestro medio. Creó Autoeducación, una asociación civil para informar y educar bajo premisas que promovían una manera distinta de ver el mundo de la vida y de advertir que el subdesarrollo era una decisión autoasumida si todos los humillados y ofendidos del sistema no nos educamos para superarla.
Lo conocí en ese trajín que le hacían ir y venir, presuroso, a los locales sindicales para organizar talleres formativos o a las imprentas para editar su revista. Me sorprendía advertir que su participación en la epopeya de Bolivia no le había hecho perder la amabilidad ni la sonrisa. Me sorprendió, aún más, saber de su afinidad juvenil con el ballet y conocer su viejo anhelo de que la opera Porgy y Bess, en la que Gershwin narra en ritmos de blues y jazz el estilo de vida de los estadounidenses negros, fuera escenificada en Lima. Provocaría una catarsis en nuestros productores de arte, decía.
Reitero, eran años sumamente difíciles. Y a todos estos avatares Julio añadió, lleno de contento, la construcción de una familia. Con Nilda, su esposa, trataban afanosos de formar a sus dos traviesos hijos. “Que sean justos, que no sean dogmáticos” contestó cuando le pregunté cómo quería que fueran esos niños.
Evitaba hablar del Che. Su recuerdo lo llenaba de orgullo, pero era, también, una herida abierta que nunca cerraría. Decía que cuando tuviera la distancia emocional adecuada escribiría la historia de toda la aventura en la que muchos jóvenes se embarcaron a la guerra por amor. Probablemente para ese libro lo observé subrayando los versos de Whitman:
¡Oh capitán! ¡Mi capitán! Levántate para escuchar las campanas.
Levántate. Es por ti que izan las banderas. Es por ti que suenan los clarines.
Nunca frases más precisas, también para él, ahora que se ha ido, estoicamente, dejándonos su legado imperecedero.