ALBERTO FLORES GALINDO, EN EL RECUERDO
Era la década de los 80’. Yo había asistido a una reunión de homenaje a Arguedas y entre los ponentes escuché a Alberto Flores Galindo, al que todos amigablemente llamaban “Tito”. Me impresionó su modo de vincular la obra de Arguedas a sus propias reflexiones sobre la interculturalidad en el país. Y la forma en que, sobre la base de un discurso cultural arguediano, exigía la confluencia entre tradición, nación y socialismo en el Perú. Me convertí en un lector vehemente de su producción llena de originalidad que aparecía en revistas, periódicos y libros. Tito se había convertido, sin duda, como lo anota Juan Acevedo en un emotivo texto, en el historiador de nuestra generación.
Años más tarde, en Villa El Salvador, durante una de las sesiones de la Asamblea Nacional Popular, contrariado por la extrema incapacidad de sus participantes para definir estrategias unitarias, Tito me dijo: “Temo que la unidad de la izquierda no salga de esta Asamblea… Es necesario replantearlo todo”. Por ello coincidimos en crear la Universidad Libre, bajo su liderazgo. El proyecto se hizo posible por la actuación entusiasta de Maruja Martínez y Ricardo Portocarrero, así como de todos los miembros de la Asociación “Sur Casa de Estudios del Socialismo” que Tito dirigía con extrema dedicación. Pero, el compromiso que Tito se había dado de relanzar la utopía andina, de recuperar a Mariátegui, de contribuir en la construcción de un socialismo a la peruana, no había hecho de él un intelectual acartonado; tenía un fino sentido del humor y, como el Pedro Rojas de Vallejo, con su cuerpo un gran cuerpo/para el alma del mundo/ también solía comer/ entre las criaturas de su carne, asear, pintar/ la mesa y vivir dulcemente/ en representación de todo el mundo. Es Maruja (en su libro: Entre el amor y la furia) quien nos recuerda a un Tito lleno de alegría, bailando tonadas de los Yuyaychkani, acercándose a ella y diciéndole: “¡Esto es vida!” Se estaba inaugurando la Universidad Libre en el local de la Federación Gráfica.
Marzo de 1990. Recostado en su cama, gravemente enfermo, Tito escucha atento a Javier Diez Canseco, quien le hace una suerte de balance de lo que venía sucediendo en el país: La guerra interna registraba ya 22,000 muertos, miles de mutilados y pueblos andinos desolados por la migración compulsiva de 700,000 desplazados a las ciudades de la Costa. A la hiperinflación (promedio anual de 130%), a la recesión productiva, al desempleo, al hambre, a la corrupción, a la impotencia del gobierno para articular una salida, se asociaba la imagen del terror político, impredecible en sus alcances.
“Tito”, que ha escuchado todo esto de Javier, hace un gesto contrito como queriendo abarcar algo con las manos y dice: -“¡Tenemos que hacer algo!”. Y, pasando por alto su estado de salud, fiel a su actitud comprometida, añade: -¿Qué crees que podemos hacer?
A los pocos días, Tito moría. Estaba por cumplir los 40 años.
Javier, frente al ataúd de Tito, recordando aquel dramático diálogo, exclamó emocionado: “¡Haremos el socialismo, Tito! ¡Te lo prometemos!”
VÍCTOR CARRANZA